John Wayne está templado de Maureen O'Hara. Ella también, pero se hace la del calzón con blondas y mira para otro lado. Pero John Wayne es John Wayne, pues, así que se pone su mejor terno y va a pedir su mano al hermano mayor de ella, como corresponde en Irlanda de principios del siglo pasado, donde esto ocurre. El hermano no atraca. Lo detesta, porque Wayne ha comprado las tierras de la viuda Tillane, que él quería comprar. También quiere a la viuda, pero la tía, ni hablar. Entonces, porque cuando llueve todos se mojan, el bróder, picón, no da su brazo a torcer. Así se plantea la única historia de amor filmada por el legendario John Ford. Entrañable película, simpática, graciosa, inteligente, y por momentos intensa. Si eso no les basta, véanla solamente por la memorable mechadera en la que John Wayne y Victor McLaglen (el bróder) atraviesan el pueblo de punta a punta, gomeándose de alma. Como son irlandeses, sólo se detienen en el bar, para tomarse unas chelas, conversar un ratito y después seguir abollándose. 

La película se estrenó en Lima en 1953. Mi papá y mi mamá estaban viéndola, pero tuvieron que salir corriendo del cinema. Llegaron con las justas a la clínica y al poco rato nací yo. Mi relación con el cine es, pues, muy tempranera y si no pudo hacer de partero conmigo por minutos, sí pudo hacer de paraguas. De paraguas, digo, porque, desde siempre, cuando había tormenta, me refugiaba en un cine. Me gustaban especialmente los westerns, porque a los cowboys no les mandaban tareas para la casa, no tenían libretas de notas, ni los castigaban sin salir los domingos.

Precisamente un domingo que no estaba castigado, vi en el cine Leuro, de Miraflores, Yolanda, la Hija del Corsario Negro. Ella había estado fingiendo durante toda la película que era hombre, para poder trabajar en el buque donde transcurre el film, pero tiene un duelo con el héroe – el “joven” se decía en esa época -, quien, de un atinado sablazo le rasga la blusa a Yolanda, ¡poniendo al descubierto uno de sus pechos! Se abrió entonces – tenía diez u once años – una puerta para mí. Incluso las cenizas del doctor Sigmund Freud deben haber sonreído desde el crematorio londinense donde reposan, cuando, con mi ejemplo, se demostró una vez más que el sexo es una pulsión incontenible, que gobierna todos nuestros actos. 

Durante los años siguientes, en plena pubertad, pasé mucho tiempo tratando de ver películas para adultos, sin que me dejasen entrar a los cines. Esto cambió cuando tenía catorce, porque el boletero de la cazuela del cine Orrantia – amable o corrupto, elijan ustedes – dejaba entrar a mocosos como yo, a cambio de una propina – o soborno, elijan también -. La primera película que vi con ese procedimiento tenía un título poco prometedor para mis aviesas intenciones: En una Isla Tranquila al Sur. Summer Place, el título original, tampoco parecía muy auspicioso, pero el hecho de que fuera para mayores de 21 años y NRPS (no recomendable para señoritas), desplegaba un abanico de encantadoras posibilidades. No vi ni media calata. Me gané, en cambio, con un intenso melodrama, que me mantuvo dos horas y veinte minutos al borde de la butaca. En un balneario de lujo, en Maine, los adolescentes Troy Donahue y Sandra Dee se conocen y, cómo no, se enamoran. No entienden, sin embargo, por qué las familias de ambos se oponen al romance. No entienden, porque no saben que el padre de él ha sido un salvavidas misio en esa playa, de joven, y ha tenido una relación clandestina con la mamá de ella. Afloran entonces tensiones personales y sociales, porque el ex salvavidas ha progresado económicamente y ahora es un nuevo rico, mientras que el padre de ella - un ricachón rancio, que conoce la sacada de los pies del plato de su esposa con el socorrista - se niega inflexiblemente a que su hija repita la historia de su mamita. Todo se complica más, todavía, cuando Sandra Dee queda embarazada de Troy Donahue. Interesadísimo en la película - hasta conmocionado, diría – salí del cine tarareando su banda sonora. Años después supe que el autor de la música fue Max Steiner, gran compositor austríaco, nominado a 20 Oscar y ganador de tres. Y es que en esa época yo no sabía qué era un Oscar y mucho menos que existían los críticos de cine. Poco a poco, bajo la luz de Summer Place, empecé a interesarme de otro modo – más intelectual, diría, sin ser pretencioso, pero sin abandonar la búsqueda de lo que los periódicos llamaban “escenas candentes” – y me escapaba de mi casa por el balcón para ver funciones de medianoche. Así conocí a Bergman y a otros grandes directores, sobre todo italianos, y así fui, poco a poco, haciendo que el cine forme parte inseparable de mi vida.

Gracias, John Ford.