Segunda mitad de la década de los 80. Maradona había hecho campeonar a Argentina en México y, en Europa, Michel Platini estaba terminando una brillante carrera. Pelé era un recuerdo muy vivo, pero solo un recuerdo. Yo trabajaba en el aeropuerto y si tienen un poquito de paciencia, muy pronto sabrán qué tienen que ver estos magos con mi relato. 

Mi trabajo en el primer terminal aéreo del país (como diría uno de los tantos periodistas que apuñalan por la espalda a nuestro idioma), consistía en supervisar las cafeterías nacional e internacional, el restaurante Jorge Chávez y la cafetería del duty free. Era un trabajo tan ligero como kilo y medio de plomo en cada bolsillo del pantalón y tan estimulante como la vida sexual del papa Francisco, pero yo tenía hijos que mantener, así que ni modo, chamba era chamba. No encontraba para nada atractivo pasarme los días comprobando que los sánguches mixtos tuvieran la adecuada cantidad de jamón y queso, vigilando que los plancheros no gastaran mucho aceite a la hora de hacer hamburguesas, ni evitando que mozos y cajeros se coludieran para robarles treinta lucas a los concesionarios. Pero ni siquiera esas inspiradoras tareas ayudaban a que las horas pasen más rápidamente cuando me tocaba turno de madrugada en el duty free, porque en esa época casi no venían turistas a Lima y únicamente aterrizaba un vuelo internacional en tal horario. Era un Aeroflot que hacía escala una vez por semana, los miércoles. Los pasajeros rusos – misios o tacaños, no lo sé – no bajaban a la cafetería ni de casualidad y preferían quedarse papando moscas en el avión. Era, pues, un turno tedioso, que se soportaba heroicamente.

Un miércoles, como a las dos de la mañana, aterrizó un Aeroflot. Entre bostezo y bostezo, vi acercarse la nariz del avión a través del vidrio de la cafetería que daba a la pista, y al instante me desentendí de la enorme nave que, como cada siete días, se estacionaba allí, sin nada que ofrecer, aparte de su imponente figura. Volví, pues, al libro que me llevaba a otras regiones mucho más agradables y humanas que los restaurantes donde alquilaba mi fuerza de trabajo. Tuve que despegar los ojos del libro a los pocos minutos de haber reiniciado la lectura, cuando escuché entrar a alguien. Era un morenito muy joven, que me habló en un portuñol masticado:

- ¿Qué corriente hay aquí – me espetó de buenas a primeras -, 120 o 220?

- 220 – le dije -. ¿Por qué?

Me contó que era de Cabo Verde, donde hacía un calor infernal, y que su mamá y sus doce hermanos se morían de calor en su humilde – esa palabra usó – casa. Me dijo, a continuación, que quería comprarle un ventilador a su madre, pero que desde que había salido de Lisboa no había encontrado un solo sitio que tuviera corriente de 220 vatios. En todas las escalas que había hecho su avión, la corriente era de 110 y, entonces, al saber que la del Perú era similar a la de Cabo Verde, quería salir inmediatamente a comprar el ventilador. Me pidió que lo acompañara. Le expliqué que, en Lima, a esas horas no estaban abiertas ni las bocas de los que dormían y, ante su obstinada insistencia en salir a buscar el bendito ventilador, le pregunté qué hacía en Lisboa, intentando distraerlo con un brusco cambio de tema.

- Juego futebol en el Benfica – me respondió.

- ¿Y qué haces por aquí? – Volví a preguntar.

Su respuesta me sorprendió, pero lo que siguió me dejó estupefacto. Mi reciente amigo me dijo que Zico, ni más ni menos que la leyenda brasileña, lo había visto jugar e, impresionado, lo había invitado a Rio de Janeiro para que se pruebe en el Flamengo. Yo soy de natural crédulo y confiado, pero tuve dudas. No obstante, me ganaron las ganas de que todo esto fuera verdad, no solo porque le agregaría algo de color a los grises días que estaba viviendo, sino porque el muchacho era simpático y entrador, pero con un fondo modesto que me cayó muy bien.

- ¿Tan bueno eres? – quise saber.

- Voy a ser el mejor del mundo – me respondió, con una convicción y una seguridad que yo envidié inmediatamente.

Decidí entonces que era momento de probar cuánto había de faramalla en sus palabras. No podíamos tomar una pelota y salir a jugar a la pista de aterrizaje, en primer lugar, porque no teníamos pelota y en segundo lugar porque la aventura futbolística sería interrumpida rápidamente para terminar, sin duda, en la cárcel. Había otros recursos, sin embargo.

- Vas a patear un tiro libre – le dije.

No pareció sorprenderse con mi insólito pedido. Por el contrario, al verme confeccionar una pelota con servilletas y bolsas de papel, me ayudó a darle forma. No tenía el tamaño ni el peso oficiales, pero se adecuaba muy bien a nuestros fines. A continuación designamos un arco moviendo dos mesas y pusimos cuatro sillas como barrera. No fue necesario usar spray, porque las sillas, respetuosas del reglamento, no se movían de su sitio.

- ¿Eres zurdo o diestro? – le pregunté.

- Destro – me dijo.

Moví entonces la barrera, para que patee el tiro libre desde la derecha, cosa que es más difícil para un diestro que para un zurdo. Coloqué el balón en el sitio. - Faltan cinco minutos para que acabe el partido – le anuncié -, y tu equipo va a perdiendo uno a cero.

Miró durante unos segundos el arco y volteó hacia mí.

- Meu time não perde este jogo – aseguró.

Yo lo observaba atentamente. Lo vi tomar carrera y darle a la bola de papel con la parte externa del pie, con tres dedos, haciéndola pasar por encima del extremo de la última silla y metiéndola por un costado del arco. Celebró su gol extendiendo el brazo, con el puño cerrado, moviéndolo de adelante hacia atrás varias veces, en gesto firme y enérgico. Le hice repetir el examen, pero esta vez desde el lado izquierdo. Le pegó a la pelota con la parte interna del pie. Otro gol. La prueba había terminado con gran éxito. Para celebrar, le ofrecí una cerveza. No la aceptó. Me dijo, que no tenía plata y que no aceptaba invitaciones, que solo tomaba algo cuando se lo podía pagar. Su dignidad me avergonzó íntimamente, porque, naturalmente, yo no pensaba pagar la cerveza, sino tomarla del dispensador de la cafetería. Me cuidé, eso sí, de confesárselo. Puse mesas y sillas en su sitio y nos sentamos en la barra para conversar. Recién en ese momento le pregunté su nombre.

- Me llamo Abel de Jesús – dijo.

Durante la conversación surgió que había jugado algunas veces contra el Napoli de Maradona y – estaba de moda la pregunta – quise saber quién le parecía mejor, Pelé, Maradona o Platini.

- Para ser futbolista se necesitan tres cosas – expresó -: habilidad, inteligencia y foda.

- ¿Foda? - ¿Qué es eso? Yo no sé portugués.

- Colhones – respondió -. Para jugar futebol necesitas habilidad, inteligencia y colhones.

- ¿Y? – dije yo.

- Platini tiene habilidad e inteligencia, pero no tiene colhones. Maradona – continuó – tiene muchos colhones, yo lo he visto darles codazos a grandotes de un metro noventa, tiene habilidad, pero no tiene inteligencia. Pelé, en cambio – concluyó – tenía las tres cosas. Él es el mejor.

Yo podía o no podía estar de acuerdo con él, pero no cabía duda de que su criterio era acertado e inteligente. Me impresionó que a pesar de su aspecto tan juvenil, tuviera la capacidad de hacer reflexiones maduras. Ya me había demostrado que sabía jugar fútbol y ahora demostraba que pensaba muy bien.

- ¿Cuántos años tienes? – le pregunté.

- Diecisiete – respondió.

- No puede ser, no te creo – dije yo.

Ofendido, sacó el pasaporte de uno de sus bolsillos y me lo entregó. Comprobé de manera oficial que se llamaba Abel de Jesús, que era de Cabo Verde y que tenía 17 años.

- Yo sé que todavía me falta experiencia – me dijo -, pero yo voy a ser o melhor jogador do mundo. Voy a ser millonario y voy a tener muchos negocios y muchas fábricas, y tú vas a ser el gerente de mis fábricas, porque tú eres el único que ha creído en mí y has sido muy amigável conmigo.

Me prometió también que me iba a enviar videos de sus partidos – no existía Internet por esa época – para que lo vea jugar y que iba a escribirme para estar en contacto conmigo. Anunciaron la salida de su vuelo, nos dimos un apretón de manos y se fue.

Nunca más volví a saber de él y no soy gerente de ninguna fábrica, pero nunca olvidaré mi encuentro con Abel de Jesús.


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