La frase 'jumping the shark', que puede ser traducida como “saltar el tiburón”, es utilizada por los críticos norteamericanos, para señalar el momento en el que sucede algo extraordinario en el argumento de una serie de televisión, algo que nadie esperaba, pensado con la finalidad de recuperar la audiencia que se está perdiendo. La historia de esa frase tiene, aparentemente, su origen en la serie Días Felices, que transmitió entre 1974 y 1984 la cadena ABC. Aparentemente, digo, porque lo cierto es que la frase se inspiró en un episodio de mi vida, como voy a revelar en esta crónica.
Antes de llegar a esa revelación, hablemos un poco de Happy Days, la serie en cuestión. Seguramente todos los que me están leyendo la vieron en su momento. El primer protagonista del programa, ambientado en la década de los 50’s - fue Ron Howard, que hacía el papel de Richie Cunningham, el hijo adolescente – noble y un poco pavo - del dueño de una ferretería. Paulatinamente, sin embargo, la importancia del actor secundario Henry Winkler, que interpretaba a Arthur “Fonzie” Fonzarelli – de buen corazón también, pero ni un pelo de pavo -, creció mucho, llegando a ser indiscutible protagonista. Durante la quinta temporada, en setiembre de 1977, la serie experimentó un bajón de sintonía que parecía indetenible. Los productores, aterrados, presionaron a los guionistas para que les salven el pellejo. Ellos decidieron entonces llevar a Fonzie a Los Ángeles. Así, en una playa, practicando esquí acuático, Fonzie se topó con un tiburón y, sin arrugar, fiel a su estilo, saltó sobre el escualo y siguió haciendo esquí, como si nada.
Gracias a esa secuencia, la serie se recuperó y los índices de rating superaron los niveles anteriores durante los otros cinco años que duró la emisión. Sean Connolly, un crítico de televisión, acuñó la frase jumping the shark en 1985, aludiendo al episodio de Fonzie sobre los esquíes. Como el mismo Connolly explica, “se trata de un instante. Un instante determinado en el que tu serie favorita ha encontrado el pico de interés. Antes de ese instante todo va colina abajo, a partir de ese instante el programa ya no será igual”. Muy bien, muy ingenioso el señor Connolly, pero, ¿qué pito toco yo en esta historia? ¿Por qué aseguro que se inspiró en un episodio de mi vida? Por el amor, pues. Por el amor.
Resulta que cuando yo era joven, muy joven, tenía una linda enamorada. Aclaremos que, yo no era solamente joven, también era tan estúpido y soberbio como alguien puede serlo. Pasados unos años de calentar el sofá de su casa dedicado a ver televisión, entre otros menesteres propios de esa locación, decidí que yo estaba para algo mejor, una actriz de Hollywood, una Miss Universo, qué sé yo. El caso es que terminé la relación. A los pocos días me di cuenta de lo que había perdido y quise regresar con ella, pero mis gestiones, pedidos y hasta súplicas tuvieron como resultado un rotundo e inapelable NO. Y entonces quise despellejarme. Sufría como un marrano en el matadero – todos saben cómo son las penas de amor - y no había nada que pudiera consolarme. Se me iban las horas pensando con quién estaría ella y tratando de adivinar qué estaría haciendo con él, quien quiera que fuese. Recordé entonces que mi abuela decía que las penas de calzón, con calzón se quitan, pero mis intentos para encontrar otro clavo que sacara al que me lastimaba el pecho, fueron inútiles.
Hoy, los médicos llaman trastorno obsesivo compulsivo – TOC – a lo que me pasaba a mí, pero en esa época se llamaba templadera brava. Ahora se quita con una pepa, pero entonces no había tanta liberalidad para su venta en las farmacias – en la de la esquina de mi jato te venden hasta heroína sin receta – y las pastillas no salían así nomás. Tuve, pues que arreglármelas solo. Para hacerlo, pasé revista a los principales errores cometidos: la aburría, le daba más importancia a las cosas que me gustaban a mí, como el fútbol, por ejemplo. Nunca bailaba y a ella le encantaba bailar. Bailar, ¡la idea salvadora! Estábamos cerca de fin de año, así que decidí hacer algo extraordinario, algo que nadie esperase en el argumento de mi vida: la invité a una fiesta de Año Nuevo. No a cualquier fiesta, a una formal, en el Centro Naval del Perú – Gonzalo, el hermano de mi mamá era oficial de la Marina -, con smoking, como si fuera la entrega del Óscar. Para mí era más importante que esa ceremonia de Hollywood, de manera que me conseguí prestado uno, con su faja brillante y su corbata michi negra. Estaría hecho un dandy, yo, que con las justas me abrochaba los botones de la camisa.
Para mi felicidad, ella aceptó la invitación. Todo comenzaba bien. El día de la fiesta, el último del año, la recogí de su casa. Estaba preciosa, deslumbrante. Yo no parecía James Bond, pero tampoco estaba mal. Me esmeré en ser amable, cortés, en hacerle caso en todo y no contradecirla en nada. Llegué al extremo de no aventarme a abrazar al mundialista Ramón Mifflin, que estaba sentado en la mesa, a mi derecha, con un elegante smoking celeste. Y bailé. Bailé como loco, todo lo que tocaba la orquesta. Incluso, mientras la gente despachaba el pavo con puré de manzana que habían servido, ella y yo éramos los únicos en la pista de baile. Así pasaron las horas, yo portándome como un príncipe y ella, como toda princesa que se respeta, asumiendo que mi conducta era la normal, la correspondiente a cualquier ocasión. Pero, ya lo dijo Héctor Lavoe, todo tiene su final y a las cinco de la mañana la fiesta terminó. Yo no había hecho ningún avance significativo en mis románticas intenciones y temía, que, como Drácula, mis ilusiones se convirtieran en polvo a la salida del sol.
Sin embargo, ella misma las preservó, cuando sugirió que fuéramos a la playa. Me contuve para no empezar a desvestirme ahí mismo, en concordancia con mi carácter impulsivo y atolondrado. Supe controlarme y, sin llegar al extremo de hacerme de rogar, respondí que sí, sin mostrar un entusiasmo desbocado. Íntimamente sentí que mi estrategia había sido la adecuada. En esa época El Silencio no era la atiborrada plaza del mercado en que se ha convertido ahora, de modo que nos acomodamos, previo cambio de nuestros trajes de fiesta por ropas de baño, en un lugar donde se disfrutaba de bastante privacidad. Ella se tendió sobre su toalla y yo, solícito, empecé a echarle bronceador sobre la espalda. A pesar de que las manos me temblaban – hacía tiempo que no tocaba su piel – no dejé entrever mis intenciones, simulando una inocente actividad. Ella estaba con la cabeza ladeada, la mejilla sobre la toalla. Luego de unos segundos, abrió un ojo.
- No – me dijo.
- ¿No quieres ponerte bronceador? – pregunté yo.
- Lo que no quiero es que me toques – respondió.
Sentí que me caía encima la carga de un volquete lleno de piedras. Balbuceando cualquier cosa, fui a la orilla del mar, con la esperanza de que un tiburón perdido me trague, para terminar así con mi tristeza y mi frustración. No encontré ninguno y ahora me pregunto cómo hicieron los guionistas de Happy Days para enterarse de mis tribulaciones. Nadie puede negar que la similitud entre lo que me pasó y el jumping the shark de la serie es enorme, con los obligados cambios, naturalmente, porque nadie podría negarse a que Fonzie le ponga bronceador en las espalda y él se tragaría a cualquier tiburón que se cruzase en su camino. Tal vez yo estuve deambulando por la playa, contándole mis desgracias a quien me quisiera oír, no sé. Lo cierto es que, de alguna manera llegaron a oídos de los guionistas. Gracias a eso, Días Felices se mantuvo en el top durante varios años, Ron Howard se convirtió en un prestigioso director de cine, con éxitos como Apolo 13, Una Mente Brillante y Frost/Nixon, y Henry Winkler, después de saltar su tiburón, tuvo sucesos taquilleros como El Aguatero y P.U.N.K.S., así como participaciones en series ganadoras de premios Emmy, tales como Arrested Development y Children Hospital.
Yo, en cambio - ninguno de ellos me ha dado siquiera las gracias por favorecer tanto sus carreras - he sido acusado de cruel, de chantajista sentimental y hasta de pésimo ex marido, pero sigo, invencible, con el bronceador en la mano, esperando a una mujer guapa que quiera que se lo ponga en la espalda. Prometo no excederme. Por lo menos mientras estemos en la playa.
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