Cuando Sinatra cantó el verso “un triste y largo día solitario” de la canción A Day in the Life of a Fool, no pudo convencerme, a pesar de ser un extraordinario y notablemente expresivo contador de historias. No. Mi día había comenzado muy bien con la tempranera visita de mi hijo Ernesto, y – con el permiso de Frank - así de bueno tenía que seguir siendo. “Caminé por la avenida, esperando correr hacia tu mirada de bienvenida”, continuó La Voz, y sus palabras me convencieron de salir a la calle para encontrarme con mi destino.
Mis pasos, sin brújula y sin rumbo fijo, me llevaron al jirón Ferrocarril, un hermoso nombre para una calle pequeña, estrecha y bien cuidada, por la que pasaba el tren Lima – Chorrillos, a finales del siglo XIX. Su estación inicial estaba en la plaza San Martín, y en su recorrido por las que ahora son la Vía Expresa y República de Panamá trasladaba a los pasajeros hasta el óvalo Balta y seguía por Bolognesi, para entrar a Chorrillos por la calle Ferrocarril. Se detenía en la actual avenida Alejandro Iglesias donde no solo quedaba su paradero final, sino que actualmente vivo yo. A propósito de Alejandro Iglesias, sepamos que fue un héroe de la guerra con Chile, muerto en la defensa de Lima, hijo del presidente Miguel Iglesias. Curiosamente, también se llama así un muchacho argentino que se hizo famoso por padecer disforia de género – era un hombre dentro del cuerpo de una mujer - y participar en un reality de la televisión bonaerense, con la finalidad de obtener el dinero necesario para una operación de cambio de sexo. Creo que no hay dudas sobre en homenaje a quién le han puesto el nombre a la calle. ¿O sí?
Pero ya es hora de bajarnos del tren y seguir nuestro camino. Sin querer, distraído con mis pensamientos, me encontré de pronto en lo que se llama en Lima una paradita, una suerte de mercado callejero que ha ido creciendo con los años, tomando veredas, pistas, e incluso casas enteras. En la paradita, llamada así en alusión al antiguo gran mercado mayorista de La Victoria, se puede encontrar de todo, desde zapatillas, polos y calzoncillos, hasta pollos, pescados y chanchos, sin olvidar los utensilios de cocina, los discos compactos, ni los teléfonos celulares y los anteojos. Yo encontré flores. La señora Graciela - una gordita que no sonreía, pero chorreaba amabilidad y buena educación -, sin esperar mi pedido, me sugirió que llevara un arreglo de astromelias, llamadas también lirios de los incas, según me informó. Graciela – dígalo con flores – me convenció diciéndome que las asromelias representan salud, prosperidad y fortuna, justo lo que me recetó el doctor. Con mi ramo en la mano y paso más alegre que garboso, pasé por entre los puestos, donde los vendedores me ofrecían choclos tiernos, yucas de la montaña, limones de Chulucanas, tramboyos, jureles y cachemas, hasta detenerme en el de una cincuentona que se reía de cualquier cosa, a despecho de que le faltaran dos dientes delanteros. Teresa me metió letra de inmediato. Tal vez porque me vio con bastón, quiso saber qué me pasaba. Tuvimos un animado intercambio de opiniones sobre la diabetes y los ataques al corazón, que derivó en temas más, digamos, sentimentales, cuando me preguntó si mi esposa me cuidaba bien y yo le respondí que, gracias a Dios, vivía solo desde hacía varios años.
- ¿Te dejó? – me preguntó.
- No, yo la boté – le respondí y nos reímos los dos a carcajadas.
Teresa vendía gallinas. Mientras las miraba, recordé que hacía solo un par de días, Henry Mitrani me había contado que, después de una exhaustiva investigación de los cronistas de la conquista, se había enterado de que esas aves - que no existían en estas tierras antes de la llegada de los españoles y los incas llamaron huallpas – eran muy apreciadas y costosas, al punto de que Francisco Pizarro había autorizado que se paguen los tributos con gallinas. A Teresa le pareció – cómo no – muy graciosa la historia y me dijo que las suyas eran más bien baratas. Le compré una, porque realmente estaban baratas y tenían muy buen aspecto. Teresa quiso saber entonces qué iba a preparar con esa gallina criolla y de algún modo mágico y misterioso aparecieron en mi cabeza nostálgicas imágenes de la Lunahuaná de mi infancia, cuando mi mamá cocinaba maravillas gastronómicas que mi hermana Genca y yo devorábamos con un placer que no se repetirá ya más. Cocinar, pensé, es una actividad creativa, muy adecuada a mi estado de ánimo del momento.
- Sopa chola – le dije.
- No conozco – confesó Teresa -. Cuando la prepares me traes, para probar.
Me fui con mi gallina y mis astromelias, no sin antes prometerle a Teresita que le llevaría sopa chola. Cuando desaparecí de su vista, tomé el teléfono y llamé a mi viejita para que me diga cómo se hacía la dichosa sopa, que se me había instalado entre ceja y ceja. Yo me defiendo bastante bien con las ollas, pero nunca la había preparado, de modo que las instrucciones amorosas y precisas de mi mamá cayeron como un premio de la lotería. Provisto, pues, de mucha información culinaria, compré ajo, cebolla, ají colorado, tomate, perejil, albahaca, cebolla china, fideos gruesos, huevos, pan de buena corteza, y aceitunas negras. Ahora tocaba lo mío.
Cuando llegué a mi casa, Sinatra estaba cantando “Chicago is my kind of town” y yo pensé que Lima era, más bien, mi clase de ciudad, porque su gente sonríe sin complejos, aunque no tenga dientes. La que no sonreía era la gallina, sobre todo porque estaba sin cabeza o, quizá porque sabía que iba a parar en una olla. Sea como fuere, la partí en cuatro y la separé a un lado. Mientras hervía el agua para pelar los tomates – mi madre había sido bien clara: tomates pelados y sin pepas -, piqué los ajos y la cebolla, sin saber si lloraba por ella o porque sonaba Come Fly with me, pero cuando Frank entonó “vuela conmigo, volemos al Perú. En la tierra de las llamas hay un hombre orquesta que tocará su flauta para ti”, me entró un incontenible ataque de risa al imaginar a un llamero, en la puna, a cinco mil metros de altura, soplando su quena como homenaje a la enamorada de Sinatra. ¿Qué tendría en la mente Jimmy Van Heusen – el compositor – cuando imaginó esta escena bucólico – andina? Seguramente le pareció muy romántica, pero yo solo pude pensar en la pareja helada y con soroche.
De cualquier modo, la risa me puso de mejor humor todavía. El pito de la tetera acompañó los últimos acordes de la canción, que terminaba con “ven, vuela conmigo, vamos a volar muy lejos”. Sin perder tiempo, bañé los tomates con el agua hirviendo, los pelé, despepité y piqué en trocitos muy pequeños, para que se disuelvan en el aderezo, aportando sabor y color, no textura. Mi sopa chola iba por buen camino, no tenía pierde. Lo mismo que Frank Albert en I Got you Under my Skin, no le hacía caso a la voz interior que decía “¿sabes tontito que nunca podrás ganar? Usa tu mentalidad, despierta a la realidad”. Yo no sé, pero creo que Cole Porter, el autor de esta hermosa canción, tenía ese fondo pesimista porque nació en Peru, aunque sin tilde y en Indiana, Estados Unidos. ¿Quién sabe? Puse agua a calentar, porque había recibido la advertencia de hacer la sopa con agua caliente, nunca fría y coloqué cuatro huevos bien lavados, para hacerlos duros. Puse también aceite en la olla, para el aderezo y en ese instante me entró una duda: ¿la palabra aceite deriva de aceituna o la cosa es al revés? Suspendí por unos segundos el aderezo y recurrí al diccionario etimológico de Corominas.
Aceituna es un derivado de aceite y significa algo así como “aceite chiquito”. Antes de cerrar el libro, miré hacia atrás para ver si Sinatra estaba leyendo por encima de mi hombro, pero no. El cantante, ajeno a mis preocupaciones lingüísticas, estaba dándole a Strangers tin the Night, así que volví a la cocina, mientras él cantaba “algo en tus ojos era tan atrayente, algo en tu sonrisa era tan excitante, algo en mi corazón me dijo que debía tenerte. Yo debía, por mi parte, reiniciar el aderezo. Cuando el aceite se calentaba, piqué menudito el perejil, la cebolla china y la albahaca. La albahaca – valga el paréntesis - es una plante, aparte de muy aromática, muy contradictoria. En tanto que algunas leyendas africanas la consideran venenosa, otros pueblos del continente negro la recomiendan para espantar escorpiones. Algunas tradiciones europeas la mencionan como símbolo de Satanás – creo que por eso me gusta tanto –, y otras aseguran que su olor guió a Santa Helena para encontrar la Santa Cruz. En la antigua Grecia, la albahaca era símbolo del odio, la desgracia y la pobreza, mientras que hoy representa al amor en Italia. De todo, como en botica, aunque yo no quería envenenar a nadie, ni encontrar ninguna cruz, solamente ayudar a darle a la sopa chola su delicioso y característico sabor, bien acompañado por Frank Sinatra, que ahora cantaba “he amado, he reído y he llorado” de My Way. Yo también, pero, para sentirme diferente, cocinaba, no a mi manera, sino a la manera de mi mamá. Con el aceite ya caliente eché en la olla los ajos y la cebolla. Una vez dorados, una cucharada de ají colorado, el tomate, las hierbas, sal, pimienta y comino. Puse más agua a hervir – nunca hago los fideos en las sopas, porque se amazamorran – y cuando noté el aderezo en su punto, eché las presas del ave, las mezclé bien y vertí el agua caliente que guardaba en el termo. Demoré lo que dura la canción Mack the Knife, que para mí es un anticipo, una premonición de Pedro Navaja, de Rubén Blades: “en la vereda, un domingo por la mañana, no sabes, hay un cuerpo sin vida, y alguien se escapa de prisa doblando la esquina. ¿Ese podría ser nuestro sujeto, Cuchillo Mack?”. Aunque resulte difícil de creer, la letra es ni más ni menos que de Bertolt Brecht.
Dejé mi sopa chola cocinándose a fuego lento y salí de la cocina. Sinatra le pedía a una dama que lo lleve volando a la Luna, que lo deje jugar entre las estrella y ver cómo es la primavera en Júpiter y en Marte. Yo no quise acompañarlo. Me moría de hambre y la sopa chola me esperaba. Lo dejé ir y cuando la sopa estuvo lista, le puse los fideos, los huevos duros y unas cuantas aceitunas. Antes de comer, puse una generosa porción en un tupper y se la llevé a Teresa, porque lo prometido es deuda. Ella se sorprendió y a la vez se sintió muy halagada. Me propuso compartir el plato, pero yo le dije que tenía un invitado a almorzar. Supuse que Frank ya habría regresado de su viaje interplanetario.
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