Yo estaba ahí porque era obligatorio tener a un miembro de la familia como testigo. Mis hermanos me designaron a mí, de modo que pasé al crematorio, solo. Me sentía extraño. Sin pena, no triste. Solamente ajeno, fuera de lugar. Así me sentía desde días atrás, como si los demás – todos – fueran humanos y yo no. No indiferente, distinto. Cuando escuché el sonido de unos pasos sobre el sendero de ripio que llegaba hasta muy cerca de donde estaba, adiviné que lo traían. En ese momento, mi memoria me transportó a un tiempo lejano.

Caminaba dos o tres pasos atrás de mi padre, subiendo una loma pequeña, poco inclinada. Sonaban las aguas del río, pero todavía no se veían. Destacaban, sí, las cañas más altas y las airosas zacuaras que bordeaban la orilla. Sus penachos parecían banderas hechas jirones, después de alguna batalla. Una vez igualado el terreno, pude ver el río y el puente que lo cruzaba. Siguiendo el camino, llegué hasta a los cables que lo anclaban al suelo. Daban la impresión de ser sogas, pero eran delgados y fuertes hilos de acero trenzados y pintados de rojo. Tomé una zacuara quebrando su tallo tan frágil, y seguí a mi papá, jugando a saltar los tablones del puente. Para eso había querido acompañarlo, cuando, después de almorzar, mi papá dijo que quería pagarle a Bernabé los camarones que habían comido.

Bernabé era un peón de la chacra, que – siempre a pedido – nos llevaba una lata muy grande, repleta de camarones enormes, que de verdes se transformaban en rojos, después de pasar por la olla. Para eso, pues, estaba ahí, para tomar una zacuara, tirarla desde el centro del puente y ver – nunca había oído hablar de Roberto Ledesma - cómo se la llevaba la corriente. Con la zacuara en la mano, me detuve a mirar las aguas del río. Era verano y había crecida. Estaba de color chocolate y cuando el agua topaba contra las piedras asomadas a la superficie, formaba remolinos de espuma. A punto de lanzar la zacuara, oí el característico silbido de mi papá, llamándome. Levanté la mirada y pude verlo haciéndome gestos con la mano. Decidí entonces posponer el lanzamiento de la zacuara para el regreso y corrí hacia el extremo del puente. Mientras me acercaba, pude ver con mayor claridad a la gente que estaba en el tambo. Era domingo y, después de haber trabajado durante la mañana en sus propias parcelas, los peones de la chacra se reunían en el tambo de don Pablo, que era también chofer del camión del fundo. El volumen de las voces, las risas y los movimientos daban fe de que habían consumido varias damajuanas de pisco. Todos nos conocíamos. Me saludaban con muestras de cariño y a mi papá con respeto. Todos, menos un recién llegado, vigilante de la garita de control que había en la entrada del puente. Era un hombre alto y gritón, que trataba al resto como si fuera superior.

- Yo no soy peón, soy garitero, cojudos – gritaba.

Nadie le hacía caso, y mucho menos mi papá, pero a mí me dio un poco de miedo. 

- Estoy buscando a Bernabé, don Pablo. ¿Lo ha visto? – preguntó mi papá.

- No, ingeniero - dijo don Pablo -. Estará sacando camarón, seguro.

- Gracias, don Pablo. Voy a ver si lo encuentro en el río.

Sentí alivio al saber que pronto saldríamos del tambo. Me duró poco, porque el hombre de la garita se interpuso entre la puerta y nosotros.

- Hoy es domingo, deja de estar jodiendo a la gente, huevón. Métete conmigo, pues.

Me refugié detrás de mi padre, que avanzó unos pasos, dejándome atrás, al descubierto. Miró fijamente al hombre de la garita, al resto de gente que estaba en el tambo, y finalmente a mí.

- Es una cobardía pegarle a un borracho – expresó, sin dejar de mirarme. A continuación me tomó de la mano y salimos del tambo, sin que nadie intervenga.

De regreso a la casa – la zacuara se quedó por ahí– caminé parejo a mi padre, sin dejar de mirar hacia atrás cada cierto trecho. En la casa no hice ningún comentario, ni siquiera a mi hermana. Preferí hacer como si nada hubiera pasado, pero evité durante los días siguientes ir hacia el puente. Me quedaba jugando en la casa, o viendo cómo los carneros se topaban entre ellos, cómo las gallinas se alborotaban picando los huevos que otras ponían o trepando a las pirámides de maíz amarillo que reflejaban el sol.

El domingo siguiente vino con un estado de alerta tenue y sutil. Me metí temprano al huerto. Pasando por el túnel de parras, me quedé un buen rato acurrucado, mirando de qué manera el sol tejía encajes entre limoneros y naranjos y aspirando el olor de estos árboles, que parecía tener efectos tranquilizantes. Avancé más adentro y me detuve para comerme unos nísperos. Me sentía a mis anchas, escogiendo frutas maduras, limpiándolas con la manga de mi camisa y, sobre todo, siendo quien de verdad era: un flaquito fibroso que adoraba, más que otra cosa en el mundo, inventarme historias en las que el héroe era yo. A mediodía apareció Bernabé.

- Te está llamando el ingeniero – me dijo -. Rapidito dice que vayas.

No obstante mi estado de alerta, la orden de mi papá me tomó por sorpresa.

- Ven conmigo, vamos al puente – me ordenó.

- ¿Para qué? – le pregunté, con un presentimiento difuso.

- Vamos – respondió mi papá, secamente.

Y llegamos al tambo del puente. No hubo tiempo ni ganas para zacuaras.

- Espérame aquí – me dijo mi padre, al llegar a la puerta. Entró.

- He venido temprano, antes de que empiecen a tomar, para que vean que tengo palabra – habló para las mismas personas del domingo anterior -. ¿Dónde está el garitero?

- Acá estoy – salió del fondo el hombre alto y musculoso.

Mi papá se le plantó al frente. Sin palabras de por medio, le encajó un cruzado a la mandíbula. El garitero se desplomó. Yo, desde afuera, rogaba para que no se levantara. Mis ruegos fueron escuchados. Pudiendo hacerlo, el garitero, prudente, prefirió quedarse en el suelo. Mi papá esperó un rato, luego se dio media vuelta y me miró, satisfecho. Le pedí permiso para recoger una zacuara. Al llegar a la mitad del puente, la tiré al agua. La vi alejarse durante un instante, y corrí junto a mi papá, que ahora me parecía un gigante.

- Lo dejamos solo un momento, señor – me trajo al presente un hombre, mientras depositaban sobre una tabla el cadáver de mi padre.

Lo miré durante unos segundos. No podía creer que esa figura, que parecía recortada en papel, pudiera ser el mismo gigante del puente. Todavía sin pena, pensé en tantas cosas que habían pasado y le hice una seña al que esperaba discretamente cerca del horno. El hombre se acercó e introdujo la tabla. Luego se escuchó un sonido como una sorda explosión. Era el el fuego encendiéndose. Me lamenté de no haber podido nunca abrazarlo y luego lo dejé ir. Imaginé que se alejaba, flotando, como sobre chocolate y espuma.