La mañana entera se me iba escribiendo. Tumbado junto a mí – solo faltaba la chimenea para que el cliché fuera perfecto -, me hacía compañía Huayco. Un cruce con mucho más de Rottweiller que de Labrador, pero su sorprendente mansedumbre podía hacer creer que era un perro budista. De los de verdad, no de los barranquinos. De cuando en cuando levantaba la cabeza y prestaba atención a algún sonido lejano que yo no llegaba siquiera a percibir. Después volvía a despatarrarse, bostezaba abriendo mucho la bocota y cerraba los ojos, ajeno por completo al golpeteo del teclado de mi computadora y al sonido de las olas que reventaban unos doscientos metros más allá. Yo vivía en Villa, frente al mar, sin otra compañía que la de Huayco, debido a que mis amigos me habían sugerido (¿conminado?) que me alejara de ciertas influencias - algunas embotelladas, otras no – que interferían con mi buen natural.
Así, de lunes a viernes, pasaba tranquilamente mi vida, maquinando las aventuras de Coco, Cuño, Camote, Edgar, Tata y Chapana, en Los Choches. Muy de vez en cuando, alguno de mis amigos caía por la casa, para constatar si estaba vivo (y sobrio, ciertamente), y como mis vecinos más cercanos vivían a un kilómetro de distancia, estaba realmente solo. Por las mañanas, pues, perpetraba diligentemente mis guiones y por las tardes paseaba por la playa, convencido de que el frío estimularía mi intelecto, y la brisa marina se llevaría los malos pensamientos. Por las noches escribía un poco de mis propias cosas, comía algo, me aplicaba un Dormonid y buenas noches los pastores.
Pero los fines de semana eran distintos: los pasaba con mis hijos menores. Los recogía temprano de la casa de su madre, hacíamos compras y nos íbamos a Villa. Huayco presentía nuestra llegada y manifestaba su alegría cargando contra el portón azul de la entrada, mucho antes de que llegáramos a casa. Cuando yo abría la puerta, desataba su desesperada alegría saltando sobre los chicos, poniéndoles las patas sobre los hombros, corriendo en círculo alrededor de ellos, ladrando, aullando como si llorase de emoción, y lamiéndoles la cara frenéticamente. Era como estar en una fiesta de pueblo, cuando se enciende el castillo de fuegos artificiales. Se abría para él un paréntesis festivo de 48 horas entre los indolentes días de semana, una interrupción bulliciosa de su holgazanería cotidiana. No estaba quieto ni un instante. Jugaba fútbol con Darío, correteaba a las lechuzas con Ernesto, era arquitecto y maestro de obras de las ciudades que Marina y Vida construían en la arena. También los acompañaba a recoger las pelotas de golf que trasponían el muro de un club cercano y, cómo no, se revolcaba con ellos en una suerte de exaltación que nada tenía que ver con las muy legítimas preocupaciones que los padres y madres de familia juiciosos y sensatos suelen tener respecto de la pulcritud, y la cordura de sus hijos, pero que a los míos hacía muy felices.
Al caer la tarde, cuando el sol agarraba un color entre mandarina y crema de zapallo, un rato antes de desaparecer, yo salía a buscarlos. Los encontraba, también a Huayco, con tierra hasta el blanco de los ojos. Así no podían comer y menos acostarse, de modo que a bañarse. No teníamos terma y ninguno de los chicos estaba dispuesto a someterse al agua fría. Preparado contra todas las excusas, yo calentaba una olla grande con agua y los hacía pasar a la ducha uno por uno, para dejarlos limpiecitos, con una taza, jabón y champú como herramientas de aseo. Huayco también hacía cola, pero no recibía el trato preferencial de los chicos. Le tocaban manguera y agua fría. Y en el jardín, no en el baño, como pretendía él. Los domingos por la noche se repetía esta rutina. Por la mañana, salíamos a pasear. Hablábamos mucho y de muchas cosas. Me hacían miles de preguntas, que yo trataba de responder de la mejor y más interesante manera, muy consciente de la responsabilidad que me correspondía, como oráculo, enciclopedia y proveedor de entretenimiento. Y, efectivamente, nos entreteníamos tanto, que a veces perdíamos de vista a Huayco. Incapaz de preguntar nada, se quedaba atrás, buscando quién sabe qué porquerías para meterse en la boca. Se nombraba entonces una comisión investigadora, de búsqueda y de captura, que debía regresar con el perro al término de la distancia.
Un domingo caminábamos los seis juntos. Huayco había decido esta vez quedarse con nosotros, de manera que la conversación fluía sin interrupciones. Alguno de mis hijos, creo que fue Vida, señaló de pronto hacia adelante. Un flamenco que volaba bajo había descendido a una pequeña laguna, casi un charco, que estaba a unos diez o quince metros de nosotros. Sin ponernos de acuerdo, sin intercambiar ni una palabra, sin hacer ningún ruido, todos, Huayco incluido, nos echamos y empezamos a rampar, bien aplastados contra el suelo. En ese momento dejamos de ser Miguel, Darío, Marina, Vida y Ernesto para convertirnos en auténticos cazadores paleolíticos. Huayco se olvidó de que era un animal doméstico y pasó a ser, como sus ancestros, un animal salvaje. Un nexo milenario, atávico, y muy potente, nos ligaba a todos de una manera irresistible. Arrastrándonos centímetro a centímetro, con los músculos tensos y los sentidos más atentos que nunca en nuestras vidas, llegamos por fin al borde mismo de la laguna. Ahí seguía el flamenco. Inmóvil, parado sobre una de sus patas. Su plumaje rosado contrastaba nítidamente con el verde de los carrizales, en tanto que el reflejo sobre el agua se asemejaba a un manto transparente que flotaba. Parecía que no nos miraba, pero sin duda el hermoso pájaro había tomado debida nota de nuestra presencia. En cuanto a nosotros, puedo decir que poco a poco fuimos regresando a nuestro estado corriente y habitual. El flamenco no era ya una fuente de alimento que debíamos cazar, pero seguíamos mudos y muy quietos. Se había apoderado de nosotros una misteriosa sensación: habíamos tomado contacto con la naturaleza sin guías, profesores, ni ecologistas. Sin intermediario alguno. Pero Huayco seguía siendo, al fin y al cabo, un animal. No pudo resistir más y se lanzó sobre lo que él creía su presa. Vano intento. Ni bien el perro puso sus patas sobre el agua, el flamenco alzó vuelo y se perdió en el cielo. Nos molestamos con Huayco y hasta lo gritamos. De ser por nosotros, hubiéramos estado horas mirando el enorme y curvado pico del ave, los anillos de sus patas, su extraña belleza.
Hace unos días escuché a un astrofísico decir que mientras el espacio representaba la libertad, porque podíamos desplazarnos de un lugar a otro, el tiempo representaba prisión, encierro, debido a que no podíamos salir del presente. El futuro – decía – está por existir, y el pasado ya existió, no existe más. Me gustaría decirle, con el mayor respeto, que no siempre las cosas son así. Algunos recuerdos no se van, como Huayco, como el flamenco. Existen. Se quedan para siempre, acompañándonos.