La sopa wantán del Chung Yong estuvo, como siempre, deliciosa, y fuimos magníficamente atendidos por Alonso, resignado, como siempre también, a no recibir propina. La conversación con Henry Mitrani, mi querido amigo historiador, dio vueltas alrededor de la Segunda Guerra Mundial, específicamente acerca del error histórico cometido por Hitler, como docenas de otros “führers” que a lo largo de los tiempos lo cometieron también: creer que no hay nadie más pendejo que ellos. Media hora después, caminamos un poco, nos despedimos y calabaza, calabaza, cada uno pa’ su casa. En la mía – era cerca de las diez de la noche de ese domingo 29 de junio – empecé a sentirme mal. Era una especie de indigestión difusa, sumada a un desasosiego inexplicable. Los latidos de mi corazón se aceleraron y, de pronto, un agudo dolor en el pecho, seguido de una sensación extraña en los pulmones. El desasosiego se multiplicó por diez: ¿habría sufrido un ataque al corazón? El pánico me hizo creer que no podía ser tan grave. Si les avisaba a mi amigo Juan Coz y a mi hijo Ernesto, que en esos días vivían conmigo, estaba seguro de que, tras verme la cara, me llevarían al hospital de emergencias Casimiro –Casimuero - Ulloa, de donde saldría con los pies por delante. Mi segunda opción era no decir nada y esperar a que se me pasara la cosa. Pero no, a ojos vista lo que tenía era un ataque al corazón y sería muy idiota si lo ignorase y me hiciera el tercio. Lo fui y me hice. Me eché un ratito, aunque solo unos segundos porque empecé a ahogarme. Me senté al borde de la cama y luego di una vuelta por la cocina. Cada vez que volvía a echarme, me ahogaba. Las horas pasaban, pero la angustia y el malestar no. A eso de las seis, empezó a clarear. La luz me trajo lucidez y decidí llamar a mi hermano Chino. Diez minutos después estaba tocando el intercomunicador de mi departamento. No necesitó preguntarme cómo estaba. Me trepó a su camioneta, me encajó una pastilla de glucosa pensando que podía estar sufriendo un episodio de hipoglucemia. El Chino y yo somos diabéticos, con la diferencia de que yo nunca me comporté como tal, en el entendido inteligentísimo de que si la ignoraba, simplemente no existiría.
Cuando llegamos a Emergencias de la clínica San Felipe, perdí toda la confianza que había ganado al ver al Chino. Los médicos dijeron que la arteria circunfleja se había obstruido, provocando el infarto. Lo primero que había que hacer era abrirle paso a la sangre, para que siguiera llegando al corazón. Sin demora, me llevaron de las orejas a la sala de operaciones. El procedimiento consistiría en colocar un sten, una especie de resorte, dentro de la arteria que estaba cerrada por mis años de malas costumbres, mala alimentación y otras cosas que mejor no cuento.
Una vez que el doctor Mori y su equipo hicieron eficientemente lo suyo, se pasó a enfrentar el problema pulmonar, que no era chancay de a medio. Bajo la aguda mirada del doctor Raúl Alegre, mi bendito cardiólogo, me entubaron, porque estaba respirando muy mal. Decirlo es fácil, vivirlo es harina de otro costal. Me introdujeron por la boca, pasando por la tráquea, hasta los pulmones, un tubo que permitiera ventilarlos. Si quieren tener una idea más exacta del procedimiento, corten un trozo de diez centímetros de la manguera de su jardín, zámpenselo en la boca y empujen hasta que desaparezca. Ya verán lo que es bueno.
He dicho que el tubo me permitía respirar. También me impedía tres cosas fundamentales: hablar, comer y beber. Lo tuve puesto diez días, así que ya se imaginan. Las enfermeras, muy de vez en cuando, me pasaban una gasa húmeda por los labios y si no hubiera sido por la complicidad de mi hija Namasté, quien cada vez que podía, sin ser vista, remojaba la gasa y la apretaba sobre mi boca, haciendo caer unas gotas del precioso líquido, hubiera muerto de sed, igualito que si me hubiera perdido en el desierto del Sahara. En cuanto a comer, no había problema, porque el hambre ni asomó la nariz durante el tiempo que estuve entubado.
Hacerme entender, sin hablar, por las enfermeras y mis parientes, sí me trajo grandes dificultades. A veces tocaba timbre llamando a una de ellas. Se producía el siguiente diálogo, plagado de diminutivos, que, no sé por qué, le gustan tanto a las auxiliares de salud:
- Señor Miguelito (o don Miguelito o don Rubio, según el caso), ¿tiene frío?
Movimiento de cabeza negativo mío.
- ¿Le arreglamos la camita para su confort?
Nuevo movimiento negativo de cabeza.
- ¿Tiene dolor?
Lo mismo
- ¿Le molesta la vía del bracito?
Otra negativa.
- ¿Quiere el uno?
Volvía yo a negar.
- ¿Popó?
Volví a negar con la cabeza y seguí haciéndolo unas sesenta veces más frente a igual número de alternativas, hasta que, harto, en un esfuerzo mayúsculo, pude pronunciar una palabra:
- Agua – sonó un voz de ultratumba.
- Ya sabe que no puede tomar agüita, porque tiene edema pulmonar. Le voy a mojar un poquito la boquita, don Rubio – fue la respuesta.
Debo aclarar que, a todo esto, yo estaba atado a las barandas de la cama, en previsión de que se me ocurriera arrancarme el tubo o lanzarme de palomita por la ventana, posibilidades que rondaron mi cabeza más de una vez. En realidad, la única persona con la que podía comunicarme era con mi querida hija Namasté, gracias al antiguo sistema de pronunciar las letras del alfabeto hasta que yo la detenía con un gesto y así ir formando palabras. La conversación se hacía fluida, lo que era un alivio, en medio de tanta mierda.
Entre el infarto y la incalculable cantidad de remedios que ingería, más la incomodidad y la inmovilidad, mi cabeza, que nunca ha funcionado como un relojito suizo, andaba bastante movida. Las noches eran de espanto. Cuando se hacía el silencio, me transportaba – sumido en un estado entre consciente e inconsciente – a lugares por donde andaban futbolistas que en realidad eran pederastas buscando víctimas, y policías corruptos que procuraban sacar algún provecho de mí. De algún modo, ya en las últimas noches, me trasladé a Buenos Aires. Allí, alguien me mostró un video que probaba la corrupción de la familia presidencial argentina, en complicidad con las enfermeras de la clínica San Felipe. Yo no estaba seguro de cuan cierto era lo que sucedía, si era sueño o realidad, pero, por si las moscas, amenazaba a las enfermeras diciéndoles que no me engañaban, que yo sabía perfectamente que todas las noches salían a comer pizza, mientras planeaban sus fechorías. Las santas mujeres me respondían como se le responde a los locos, y seguían con su infatigable tarea, limpiándome cuanto había que limpiarme, dándome medicinas, poniéndome inyecciones, midiéndome la glucosa y muchas cosas más. Una noche, sediento, se me ocurrió que debía tomar agua Socosani y el deseo se transformó en obsesión. Entre el delirio y la sed, viví la siguiente historia:
Debido a cierta mutación, algunos hombres y mujeres se convirtieron en zombies que – como en las películas del género – contagiaban a la gente mordiéndola en cualquier parte del cuerpo. La diferencia entre ellos y los del cine, estaba en que los míos no morían con un balazo o un golpe en la cabeza, sino que era necesario rociarlos con agua Socosani. Por eso se llamaban socozombies. Los engendros habían descubierto que podían cruzarse con humanas sanas, y que los híbridos resultaban invulnerables. Sin embargo, antes de que se consume este horror que acabaría con la especie humana, un adolescente logra adaptar unos disparadores a las botellas de agua Socosani con gas y con la colaboración de su padre – creo que ese era yo - se arman escuadrones aéreos al mando de un antiguo fumigador de las haciendas de Cañete, y batallones de surfistas de Cerro Azul que surcaban las olas armados del prodigioso líquido salvador. Una operación combinada de ambas fuerzas permite penetrar en el cuartel general de los socozombies, que son eliminados, salvándose así la humanidad.
Tal era el estado de mi cabeza, pero, dado que no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista, poco a poco los excelentes cuidados médicos fueron dando resultados, y pasé de la Unidad de Cuidados Intensivos a la Unidad de Cuidados Intermedios, que era mucho más relajada. La operación al corazón para colocarme el sten progresaba sin complicaciones y casi sin darme cuenta pasé a una habitación normal. Me sentía en el Marriot. Conversé mucho con el neumólogo y con el cardiólogo. Este, el doctor Alegre, me dijo que en pocos días me daría de alta, con la condición de que en una semana vaya a consulta, para ver la necesidad de poner otros stens en otras arterias.
Las arterias se adelantaron. Cinco días después de haber salido de la clínica, era un jueves por la noche, estaba en mi cuarto, conversando con Namasté, su novio Juan Carlos y mi yerno, Franco Negri, esposo de mi hija Marlis. Apenas se habían ido, cuando comencé a sentirme mal. Algo parecido a la vez del infarto. Como hasta el más burro aprende, llamé inmediatamente a Namasté. Regresaron los tres. Me vieron tan mal, que llamaron por teléfono a un médico pariente de Franco. El doctor les dijo que, indudablemente era un cuadro de insuficiencia cardíaca y que me llevaran de inmediato a la clínica San Felipe, donde ya conocían mi caso. Me cargaron – yo cada vez me sentía peor – y enrumbamos a la clínica. Lo que recuerdo es que Juan Carlos manejaba a 200 kilómetros por hora y que Franco, en el asiento de atrás conmigo, gritaba a los choferes de los autos que llenaban las calles:
- ¡Esto es una emergencia!
No le hacían caso, por supuesto. Aparte de los gritos desesperados de Franco, solo se escuchaba mi respiración, que sonaba como una caldera llena de agua en ebullición. Llegamos a la clínica, me bajaron y ya no recuerdo más. Según me han contado, me prendí de la mano de un médico y le preguntaba una y otra vez si estaba teniendo otro infarto. No era así. Mis arterias dejaban pasar sangre a intervalos, porque no estaban totalmente obstruidas. Había que operarme y colocarme más stens en las afectadas, pero mi estado de debilidad y de descompensación era tal que se corría el riesgo de que quedara tieso en la mesa de operaciones. Dos días después mejoré tanto que los médicos pudieron intervenir con gran éxito. Mis pulmones – además del edema tenía una infección – también se pusieron mucho mejor. Después de la operación desperté y no volví a dormir en los siguientes ocho días. Parecía un taxista lechucero, con los ojos redondos como platos. Esta vez no hubo pérdida de lucidez, ni historias de socozombies, simplemente insomnio pelado. Las enfermeras me sugirieron pensar en las cosas buenas que tenía. Así, recordaba cosas de mis hijos cuando eran chicos y me pasaba las noches enteras sin dormir, pero bien protegido por mis tiernos recuerdos. No obstante, ocho días sin pegar el ojo es demasiado para cualquiera, por más que ame a sus hijos. Yo me jalaba los pelos de la desesperación, de modo que pedí un interconsulta psiquiátrica. El médico se presentó en mi habitación esa misma tarde, pasadas las seis. Escuchó con atención lo que le dije, me respondió que no dormir era el camino más corto hacia la locura y yo añadí que ya tenía la mitad de ese camino recorrido, antes del episodio, así que iba a llegar bien rápido, si no hacía algo. El psiquiatra me recetó un cocktail de pastillas. Esa noche dormí algunas horas, la siguiente un poco más y así he seguido, durmiendo cada vez más por la noche, hasta alcanzar lo que se puede llamar la normalidad.
Ha pasado un año y medio y estoy completamente recuperado, gracias a los médicos y a todas las personas – mi hermosa familia, sobre todo - que dieron muestras de cariño y solidaridad. El infarto no pudo conmigo porque no quise morirme. Cuando no quiero algo, nada me hace cambiar de opinión.