Cuando éramos niños, mis hermanos y yo esperábamos la Navidad con auténtica ansiedad, que se apoderaba de nosotros desde que comenzaba el último mes del año. Sembrábamos trigo en macetitas de cerámica, para ambientar el nacimiento, y todos los días constatábamos – incorruptibles notarios agrícolas – su crecimiento. Escribíamos también nuestras cartas – no mais, ni WhatsApps - al Niño Dios, pidiéndole regalos, porque Papá Noel todavía no se había abierto espacio en nuestras febriles imaginaciones infantiles. Tampoco la nieve pintaba de blanco la Navidad, ni el burrito sabanero de los Toribianitos rebuznaba todo el santo día. Anticipándonos a los conservacionistas, cobijábamos al pie de los cerros de cartón a llamas, gallinas, ovejas, jirafas, vacas, leones, patos, caballos, cabras, flamencos, leopardos, y hasta a lobos marinos, junto al asno y al buey, que con su imperturbable mansedumbre hacían guardia en el pesebre. Éramos también inclusivos. Sin necesidad de leyes, ministerios, ni periodistas atentos a la menor falta, para tender un cargamontón mediático, poníamos juntos, en camino hacia Belén, a un blanco, a un negro y a un cholo. Los tres eran reyes de igual jerarquía y los tres montaban camellos. Ninguno llevaba a otro sobre sus hombros, ni pretendía saber más sobre la ruta, porque todos seguían humildemente a su guía: una resplandeciente estrella en lo alto.
A pesar de todas estas actividades, que nos consumían gran parte del día, nuestra principal ocupación era ser buenos. Nuestras almas, pequeñas y casi sin mancha estaban llenas de lo que se llama espíritu navideño, un término del que aún no se habían apropiado los descendientes directos de esos mercaderes que el mismo niño del nacimiento, pero ya crecidito y con barba, expulsara del templo a patada limpia. Estábamos, pues, impregnados de esa atmósfera de paz y amor que iluminaba a toda la humanidad, sin que reconociéramos excepciones de ninguna especie. Recuerdo particularmente un diciembre en que mi hermana Genca – que ya no está con nosotros – y yo, rompimos nuestras alcancías, tomamos nuestras bicicletas - sin cascos, rodilleras, ni shorts Fort Attack - y compramos pequeños regalos para todas las personas de nuestro entorno, causando la admiración y los conmovidos comentarios de don Erasmo Wong, propietario de la bodega hasta la que pedaleamos y que ahora es un emporio manejado, creo, por chilenos. Nos esmerábamos, pues, por no mentir, por no pelear entre nosotros, por obedecer a nuestros padres, por agradecerle cortésmente a los jardineros que nos permitían tomar agua de sus mangueras al regresar del juego en el parque, y por hacer felices a quienes se cruzaran en nuestro camino. Era época de Navidad. Si Martin Scorsese hubiera estado presente hubiera filmado la Edad de la Inocencia con otro argumento, y ya no con Michelle Pfeiffer ni Daniel Day-Lewis, sino con nosotros de protagonistas.
Sin embargo - ya lo dijo el gran Héctor Lavoe – todo tiene su final, nada dura para siempre y, lo mismo que el niño al descubrir que el ilusionista en realidad no serrucha a su hermosa asistente, la magia se desvaneció para mí. Crecí y confundí - la frase es de Joaquín Sabina – las estrellas con luces de neón, descubrí que el becerro de oro era un ídolo vigente e, incapaz de adorarlo, busque otras imágenes más atractivas, pero igualmente artificiales. Me mudé a una casa que tenía balcón con vista al mal, no pude encarrilarme en la vía del tren y me perdí en caminos que no llevaban a ninguna parte. El último atisbo del espíritu navideño me lo dio mi hermano Bore – que también se fue temprano, un 24 de diciembre – cuando nos regaló, a mi amigo Henry Mitrani y a mí, diez dólares a cada uno.
No vaya a creerse que culpo a alguien por mis despropósitos y mis desatinos. Al contrario de Jean Paul Sartre, cuando escribe que el infierno son los otros, para mí fueron el paraíso. Ni mi madre, ni mis hermanos, ni mis hijos, ni algunos amigos, me dieron jamás la espalda. Estuvieron siempre ahí, contra viento y marea, sobre todo cuando la muerte estuvo rondándome. Yo ayudé un poquito, confieso que de casualidad, porque la confundí con un cobrador y me negué tercamente a abrirle la puerta. Ahora, completamente recuperado y con un persistente recuerdo nostálgico del espíritu navideño de mi infancia, quiero abrazar a mi familia entera, a mis amigos (destaco a José Carlos Huayhuaca, a Michel Mitrani y a Martín Guerra-García) y sobre todo a mis amigas (lo siento, pero la paz que recibió Luis Buñuel a los 80 años, cuando perdió el deseo sexual, todavía no me ha llegado a mí). Quiero mencionar especialmente a Anja y a Stephanie por su inquebrantable solidaridad. A Mari, a Mayumi, a Mila, a Adriana y a Cecilia, por su simpatía, por su cariño y por esa forma tan generosa de hacerme sentir importante. A todos y a todas les expreso mis deseos para esta Navidad. Son solamente tres: que bajen de precio los libros, que la facilidad de difundir públicamente nuestras opiniones se reduzca, de modo que el atrevido torrente de estupideces y lugares comunes que desborda las redes sociales y los medios de comunicación no nos ahogue y, por último, que el Perú se clasifique para el próximo mundial de fútbol. Si esto es demasiado pedir para el Niño Dios, Papa Noel o quien fuere el encargado de los regalos este año, les pido entonces a ustedes – como quería H. L. Mencken - que la próxima vez que salgan a la calle perdonen a un pecador y le guiñen el ojo a una chica poco agraciada. No es un pedido fácil. Como van las cosas, corren peligro de ser acusados de complicidad con la corrupción y de acoso sexual. Si enfrentan ese riesgo con éxito, harán felices por lo menos a cuatro personas: al pecador, a la chica, a mí y a ustedes mismos, lo que no es, para nada, poca cosa. Feliz Navidad.